Su partida se produce en medio de la discreción propia de su paso por el mundo de los alfiles, enriquecido no sólo con su pasión por el juego mismo —magnificada por el principio vital de cuanto representa sentarse a un tablero, ganar y perder— sino también por su vocación pedagógica para hacer de la confrontación de las piezas blancas y las negras una oportunidad para la exaltación y el desarrollo cultural e intelectual.
"Los enemigos del ajedrez", escribió en su Cartilla Elemental de Ajedrez (1982), "han propalado la idea de que es un juego demasiado profundo para las inteligencias medianas y que nadie debe esperar vencer sus dificultades sin consagrarle un largo, perseverante y fastidioso estudio, que mejor debiera ponerse al servicio de una causa noble capaz de contribuir a aumentar la felicidad y comodidad del género humano. Es completamente falaz estre prejuicio, por más que esté generalizado en demasía".
Si bien los obituarios están proverbialmente cargados de elogios superlativos, aquí, en el recuerdo de su vida y obra, habrá que hacerlo a partir del reconocimiento a sus espontáneas calidades personales, impronta de familia de culta tradición, según puede consignarse también y por ejemplo, acerca de su padre, el poeta León De Greiff, de su tío, el connotado crítico musical Otto De Greiff, y de su hermano Hjalmar De Greiff, director de la Radio Nacional de Colombia.
Aún latente la Guerra Fría, a mediados de 1972 correspondió al maestro De Greiff conducir la información del llamado Duelo del Siglo entre el norteamericano Bobby Fischer y el soviético Boris Spassky en Reikiavic (Islandia). Con una sintonía digna del interés por el Mundial de Fútbol, atizada por la connotación política que suponía el duelo de las dos superpotencias llevado a un tablero de ajedrez, el mundo siguió al dedillo cada movimiento de la serie que consagraría al cerebro No. 1 de esta disciplina.
A efectos de tan histórica confrontación, un enorme tablero magnético fue instalado en el cruce de las dos calles más importantes de Colombia, la Avenida Jiménez con Carrera Séptima, en las instalaciones del diario El Tiempo de Bogotá, donde el maestro De Greiff salía periódicamente para treparse en una escalera, desde donde, megáfono en mano, ilustraba al público sobre cada suspiro en Reikiavic. No es una hipérbole decir que una verdadera multitud seguía casi con delirio el desarrollo de cada partida, al punto de que la famosa intersección vial quedaba bloqueada por horas, lo cual forzaba al desvío del tráfico automotor.
Nunca antes en la historia de Colombia se vendieron tantos juegos de ajedrez, y en particular los de bolsillo, ni se habló tan compulsivamente de las artes del tablero como en aquellos días, cuando el planeta fue literalmente un escenario de cuadros blancos y negros. El mismo orgullo nacional entre norteamericanos y soviéticos estuvo en vilo, necesariamente por el componente político de la contienda, que de alguna manera se traducía en la confrontación Occidente vs. Este.
De aquel episodio que ocupaba las primera planas de la prensa mundial, desde las entrañas de El Tiempo se recuerda al maestro en actitud frenética frente a los teletipos de la sección internacional, a la espera conocer al instante cada movida del desafío. Por supuesto, en cuanto no se trataba de una partida de ping-pong, era imperativa la paciencia al extremo de aguardar durante horas a que Fischer o Spassky movieran sus piezas, para transmitirlo con el rigor de la inmediatez a la multitud ansiosa apostada en la calle.
Es bien sabido que el mundo del ajedrez —aquí, por ejemplo, es imposible dejar de recordar a Jorge Luis Borges y su relación con el mundo de los escaques— constituye una dimensión aparte, que hace de sus cultores a protagonistas difíciles de contextuar, personajes ajenos, medio míticos, impares y otras suertes atípicas, pero inevitable y reconocidamente cultos.
Lejos de aquel grado de espesura o de sofisticación, era Boris De Greiff un señor espontáneo, cálido, refinado en el gusto, pero sobre todo discreto y ajeno por completo al prestigio y estirpe de sus antepasados y de quienes le sucedieron. Igual abordaba un bus urbano, como recibía en la majestad de su biblioteca a protagonistas de la cultura universal como Paul Badura-Skoda, cuyo virtuosismo en el piano acompañó a directores de la talla mundial de Herbert von Karajan o Wilhelm Furtwängler.
La inclusión de un Badura-Skoda entre sus huéspedes insinúa la excelencia de invitados por De Greiff, quien se solazaba contando acerca de tertulias como las sostenidas con el pianista vienés en su apartamento de Teusaquillo en Bogotá, frente, muchas veces, a un plato de fríjoles antioqueños dosificados con una tanda de aguardientes que tanto exaltaba el visitante.
Todo un demócrata desde su condición de ciudadano universal, De Greiff refirió alguna vez cómo a comienzos de los años 80's, por tener libros en ruso en su apartamento —allanado al descubrirse su nombre en la agenda telefónica de algún intelectual de izquierda capturado durante una redada contra el Movimiento M-19— fue a templar a las caballerizas del Ejército, donde le fueron vendados los ojos y fue sometido a vejámenes. La famosa espada de Bolívar había sido sustraída por aquella organización, entonces al margen de la ley.
Ahora mismo, y aún a la distancia, es posible vislumbrar los ejércitos de alfiles y peones en sus naturalezas egipcia, fenicia, griega, india y de otras muchas versiones y épocas, correspondientes a la vasta colección de tableros instalados en el estudio del maestro, y con seguridad hoy renuentes a dar un paso ante lo inevitable. Jaque mate...
El maestro De Greiff (derecha) en 1958, frente al soviético Mikhail Tal, uno de los grandes ajedrecistas de la historia.
El maestro De Greiff, única medalla de oro de Colombia en una olimpiada (Haifa, Israel, 1972), con las promesas bogotanas, elmaestro FIDE Joshua Ruiz (subcampeón mundial, Grecia-2006 ), Javier Pardo (3º. en el Panamericano Escolar) y Leonardo Jiménez (campeón nacional en algunas modalidades).
Por C.T.R