miércoles, 29 de septiembre de 2010

Seminario del CPB - 1974

Tiempos dorados del Círculo de Periodistas de Bogotá. En noviembre de 1974 fue convocado el III Seminario Nacional de Periodismo del CPB para cronistas deportivos. Épocas en las que esta especialidad de la información participaba activamente en este tipo de eventos en procura de un nivel cokmpetitivo hoy en declive.

Aparecen, entre otros, y comenzando por la fila del fondo, de izquierda a derecha, a partir del periodista no identificado de la camisa roja, del diario La República, de Bogotá: José Fernando Corredor (fallecido, La Patria, de Manizales), Camilo Tovar Ramos (El Tiempo, de Bogotá), Guillermo León Giraldo (después laboraría en El Mundo, de Medellín), periodista no identificado de Bucaramanga; Rafael Sarmiento Colley (Diario del Caribe, de Barranquilla), Carlos Lajud Catalán (fallecido, corresponsal de El Espectador en Barranquilla), Bernardo Buriticá, Berburi (fallecido, El Colombiano, de Medellín) y Fernando Panesso Serna (Cicrodeportes Antioquia).

Fila del centro: Hernán Peláez Restrepo (Caracol Radio), Daniel Samper Pizano (El Tiempo), Santiago Pardo Umaña (fallecido, columnista de El Tiempo), una sobrina suya no identificada;
Amparo Gil Ochoa (periodista de tenis y golf, de Medellín), Rosario del Castillo Pardo; mejor conocida como Camándula (otra sobrina de Santiago Pardo, colaboradora de El Tiempo) y Alberto Marulanda (El País, de Cali).

Sentados: Luis Fernando Santos Calderón (Jefe de Producción de El Tiempo), Iván Mejía Álvarez (Revista Vea Deportes), Gonzalo González, GOG (fallecido, catedrático, escritor y colaborador de diarios como El Espectador), Humberto Jaimes Cañarete (fallecido, Jefe de Deportes de El Tiempo), César Giraldo Londoño (Jefe de Deportes de El Colombiano, de Medellín) y Carlos Eduardo Tapias, Tapita (fallecido, El Espectador, de Bogotá).

lunes, 27 de septiembre de 2010

Se fue Hammer Londoño

El narrador caleño Hammer Londoño falleció en Orlando, Florida, luego de ser atropellado en el estacionamiento de un negocio familiar por un vehículo que tenía una sola luz y cuyo conductor se dio a la fuga, según describió su hermano ArleyLondoño, también radicado en Estados Unidos.

Hamer, de 54 años de edad, fue narrador de las cadenas radiales Súper, Caracol y Todelar, y del espacio Prodeportivo, de la extinguida Cadena Sutatenza, de Bogotá.

En Caracol Radio, además fue locutor de noticias, tras un largo período como narrador, rol al que llegó tras iniciarse en los medios como mensajero en la Voz de Cali, cuando recibió la oportunidad para narrar de Armando Moncada Campuzano.

Fue elegido el mejor narrador del Mundial de Estados Unidos en 1994.

Su última etapa en la radio colombiana estuvo marcada por su presencia en "El Gran Debate" de Todelar, al lado de Esteban Jaramillo.

Hammer Londoño (izquierda)

lunes, 20 de septiembre de 2010

Una patada histórica...

Desde el Camembert hasta el Ricotta, pasando por el humilde quesillo, la cuajada y el campesino, la gente suele comer queso sin ningún miramiento. Así como los hay de las más diversas clases, todos tienen sus propios paladares y sus niveles de aceptación. Desde luego, por cosas del mercado, muchas veces parte de la clave del éxito del producto está en el empaque y en la estrategia publicitaria. Así se posicionan grandes marcas. No obstante, aparte de quien los fabrica, nadie en verdad sabe cómo son los quesos de puertas para adentro, y si en rigor cumplen con las normas de calidad y de higiene para ponerlos en el mercado.

Algo similar ocurre con determinada clase de individuos en sociedad, y sobre todo con aquellos que alcanzan cierta preeminencia pública. Objetivo de los reflectores y de las cámaras, muchos de ellos reciben —y a veces los merecen— los mejores elogios por su desempeño empresarial. Ya sobre la alfombra roja o en la vida social, ciertas de estas celebridades suelen vender su imagen con alguna sonrisa de ocasión, y con ello ganan adeptos a la distancia. Ahora, se dan también los casos de miembros de la élite lo suficientemente cafres como para ni siquiera dignarse a responder el saludo del admirador espontáneo o de su propia servidumbre, referente con el cual muchos identifican al hombre de la foto.

Se trata de Luis Fernando Santos Calderón, flamante ejecutivo e ícono de la Casa Editorial El Tiempo, a la que perteneció con lujo de servicio empresarial durante 40 años en diversos cargos estratégicos, y quien puede ser uno de esos protagonistas de la vida social y corporativa del país que, gracias al éxito, pero sobre todo al poder político y económico detentado, sólo recibe encomios y tiene aúlicos por doquier, lo cual no deja de ser una apuesta a la ruleta, toda vez que un designio suyo puede —para bien o para mal— marcar un destino.

Talvez no haya dependencia a la que ingresara o trayecto que recorriera dentro de las instalaciones del diario donde no se lo recuerde por algo distinto a su soberbia, descortesía ramplona y despotismo congénito. Salvo para hacerles algún requerimiento a sus empleados, el hombre es recordado en el ámbito de sus relaciones con el común del personal porque pasaba por entre sus súbditos como si fueran entes abstractos, cuando no cosas despreciables.

Y es así como desde la óptica y la experiencia de muchos de quienes fueron sus colaboradores, la figura de Santos resulta bastante ingrata. Muchos de ellos no lo evocan propiamente por su buena onda como persona, pues su naturaleza arrogante, su falta de modales y su prepotencia parecen ser parte de su impronta como empresario y de sus códigos como individuo. Parece evidente que su visión sobre el prójimo distinto al de su estirpe es más o menos la misma que pueda tener sobre las cucarachas.

"Si ese man pudiera pisarlo a uno", comentaba un mensajero, "lo haría gustoso. Pero no lo hace por obvias razones, y es que la caca no se pisa. Por lo general, el tipo no saluda a nadie. Simplemente, pasa como una mula".

Se dice que en otros tiempos, en sus años mozos, hacia los '80, y para efectos del campeonato interno de fútbol de la empresa, decidió, con buen olfato político, integrar el equipo de una de las secciones sindicalmente más sensibles y más importantes del diario: el departamento de rotativa. ¿Se imaginan un paro en esa dependencia?

A propósito de aquel torneo, cuenta la leyenda que era tanta la animadversión que Santos despertaba entre muchos de sus súbditos, que alguno de ellos, prevalido del cierto fuero que se tiene dentro del campo deportivo con relación al ámbito laboral, aprovechó la coyuntura para mandarle "tremendo viajado" —es decir, una patada de padre y señor— que le costó al jefe una delicada lesión de rodilla, suficiente para conminarlo a las muletas durante varias temporadas, y al parecer a riesgo de quedar caminando como chencho de por vida. Algunas fuentes refieren que el alcance de la coz de su empleado llegó hasta los Estados Unidos, donde el alto ejecutivo fue tratado. Como quien dice, una lección de la arrogancia con la malparidez, digna de no olvidar nunca.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Se transformó El Señor de la Noche...

El reconocido periodista Antonio Ibáñez falleció en Bogotá en la madrugada de este miércoles tras complicaciones de salud. Durante 30 años, Ibañez se destacó por sus programas radiales en la noche.

Ibañez nació en Salgar, Antioquia, hace 77 años y desde hace tres décadas venía dirigiendo múltiples programas radiales en la noche y en la madrugada.

En Caracol Radio estuvo dirigiendo el programa "Una Voz en el Camino" hasta 1987, desde las doce de la noche hasta las cuatro de la mañana, entrevistando en directo a grandes personajes de la cultura, la música y la actualidad nacional.

Antonio Ibañez es recordado como un periodista amante de la lectura, de las artes y de la música, en especial de los tangos y el folclor argentino.

Durante su extensa vida profesional también incursionó en la televisión, emitiendo en varias oportunidades su programa de manera simultánea por radio y a través de canales nacionales y locales.

Actualmente dirigía el programa Habitantes de la Noche en la cadena Todelar, espacio al que solía llamar La Universidad de la Noche.

Para citar que alguien, amigo o no, había fallecido, Ibáñez acostumbraba a decir que fulano "se transformó", con lo cual sólo quería decir que más allá de la presente, hay otras dimensiones de la existencia.

Las fotos de Doña Gloria...


Tan respetado y tan respetable, pero también tan impredecible y tan temido como una onda sísmica, para el común de sus colaboradores de planta en El Tiempo, la aparición de Enrique Santos Castillo por los pasadizos de la Sala de Redacción generalmente suscitó conmoción y hasta escalofrío.

Así como a su talante y genio la tradición familiar del periódico le atribuye toda una época, un rigor y un estilo, también cada idea suya constituía todo un dogma, pues contra ello no procedían apelaciones, según escenas como la presente, acaecida en los albores de una jornada en los años '80s.

—¿Ju-Julia? ¡Juuuliaaa! ¿Alguien ha visto por ahí a Julia?, requiere a la distancia y sobre la marcha, con aire nervioso y en tono de apremio el Editor General del periódico.

—¡Dígame, Don Enrique!, se apresura a contestar la madrugadora Julia B desde su módulo de la Sección Femenina, donde se aprestaba a tomarse la primera y tonificante agua aromática de la mañana en medio de la lectura ritual de la prensa del día.

Minutos antes, Helena Bautista, la sempiterna secretaria de Redacción, le ha transmitido a su superior un perentorio recado de Gloria Zea, la influyente directora de Colcultura. Raudo el paso, la voz exaltada, penetrante y por ráfagas, y su proverbial tamboreo con los dedos sobre las bardas de fórmica lo anuncian por entre los módulos que zonifican informativamente la Sala de Redacción, un laberinto bañado por luz de neón. La exasperación del editor del periódico, que ahora quiebra el silencio matinal del recinto con el inconfundible tableteo de su voz, es sintomática de algún desliz habido en el tratamiento de las noticias.

—¡Ju-Ju-lia, Ju-lia, qué-qué le he dicho ta-tántas veces!, ¿ah?, reclama sobre el camino. “¡Ex-explíquese!”.
—¿Explicar qué, Don Enrique?, pregunta la periodista, manifiestamente lívida y atribulada, luego de suspender de ipso facto la lectura. Sin parpadear, ahora ella lo aguarda en pie.
—¡No, no, al ca-ca-carajo, no seamos tan-tan brutos!
—¿Y ahora qué pasó, Don Enri…?
—¡Pues, pa-pa-pasó que-que o-otra vez me-me está lla-llamando esta se-se-señora...!
—¿Cuál señora, jefe?
—¡Ca-casi nada, pu-pues, la di-di-directora de Co-Colcultura, a re-reclamarme!
—¿Y eso?
—¡Gra-gravísima vaina con ella!
—¿Gravísima, dice? ¡Ah, no, jefe, esta vez no podrá decir ella que la tergiversé! Menos mal, ahí en el escritorio tengo todavía el casete de la entrevist…
—¿La-la en-entrevista? ¡Eso me-me importa un bledo! ¡Lo que tengo que de-decirle es pe-peor, chata, pero mu-mucho peor!, exclama Santos Castillo a ritmo de metralleta y con la cabeza entre las manos. “¡Cré-créame!, ¿sí?”.
—¡Imposible, Don Enrique, porque, soberana página y media que le dediqué no es cualquier co...!
—¡Ah, no, si-si por eso fu-fue-fuera…!
—¿Entonces?
—¡Sencillamente, que-que la-la emba-barró, Ju-Ju-Julia, reconózcalo, otra vez la-la em-embarró te-te-terriblemente!
—¡Qué pena, pero no entiendo nada, Don Enrique!
—Pe-pe-pero, ¿có-cómo me hace ésta, Ju-Julia? ¡No hay derecho! ¿Por-por qué lo-lo hizo?
—¿Por qué hice qué, Don Enri...?
—¡Las fo-fotos, por Dios, esas fotos! ¿No se da cu-cuenta?
—¡Un momentito!, replica Julia B, víctima de una intermitencia cromática en el rostro, que va de un blanco casi forense hasta un violeta de connotaciones cardíacas, y de reflejo echa mano del ejemplar de El Tiempo objeto del reclamo. “Ante todo, y me perdona la franqueza, yo no hice las tales fotos. Además, ¿de cuál de las cinco fotos publicadas me está hablando, Don Enrique? Mire, jefe, mire: para comenzar, esta bien grande en la primera pág...”.
—¡Ni hablar, pe-pero si-si fue u-usted mis-misma quien las escogió, so bruta! ¿Quién más? ¡Mí-mírelas to-todas, qué ho-horror, qué horror, qué-qué pena! ¡Ca-ca-carajo, e-eso no tiene la mínima pre-pre-presentación!
—¡Me rindo, Don Enrique, me rindo! Vea: excelente foco, encuadre correcto, el mejor color, impecable edición, suficiente despliegue... ¿Qué más se puede pedir? ¡Ah, y para más señas, las tomó el maestro Carlos Caicedo!
—¡Na-nada de eso! ¿Y po-por qué, me-mejor, no se le o-ocurrió ir al... al... al este... al-al Ar-archi-chi...?
—¿Al Departamento de Archivo, querrá decir, Don Enrique?
—¡Eso, eso, sí, al Ar-Archivo, do-donde hay unas fo-fotos chus-chusquísimas de-de Glorita!
—Pero, si...
—Pero si... ¿qué, Julia? ¡Animal de monte! ¡Esto es u-una in-infamia!
—¿Infamia? Vea, jef...
—¡Nada, Ju-Julia, no veo na-nada, im-imbécil! ¡Ya lo vi todo!
—La verdad del caso, Don Enrique, es que esas ‘fotos oficiales’, y además en blanco y negro de la señora Zea, ya están más que requetepublicadas. Y como si fuera poco, en las benditas fotos ésas del Archivo ella aparece como de…
—¿Có-como de qué, por ejemplo? ¿Ah? ¡Dí-dígame, Ju-Julia!
—Sí, jefe, y aquí no nos digamos mentiras: en esas fotos, ella aparece como de veinte añ...
—¿De veinte años? ¡No, no, Julia, a fre-freír espárragos! Glo-Glorita nunca más me-me vuelve a pe-pe-perdonar o-otra cha-chambonada de ese ta-tamaño! Es cierto que-que los a-años no pa-pasan en vano, pe-pero, ¡ca-caramba, ta-tampoco exageremos!
—No exagero, Don Enrique…
—¡Claro que exagera! ¡Se pi-pifió usted y se pifió Caicedo! ¿Adónde anda ese tipo, ah? ¡Helenita, bús-búsquemelo, pero ya! ¡Mi-mire, Julia, esta calamidad de fotos, hay que-que ver có-cómo me volvieron a esta señora! ¡Un verdadero desastre! ¡Se la tiraron! ¿Le-le pa-parece justo eso, Julia?
—Pero, si esa es Doña Gloria Zea en la actualidad…
—¡No, no hay derecho! ¡Se la petaquearon! Además de in-inteligente, bien chu-churro como ha sido Glo-Glorita, ahora la-la pobre quedó, ni más ni menos, que-que co-como esta… es-esta fa-famosa líder sio-sionista… Go… ¿Gold…?
—¿Golda Meir?
—¡Ah, eso, Julia, eso, igualitica a Go-Golda Meir! ¡Menos mal lo admite...!

—¿En serio? ¿A Golda Meir? Pero, ¡cómo así! ¿De veras, le parece, Don Enrique Santos?
—¡Y no son ganas mías de so-sobar la pita, pe-pero mírela bien! ¡Obsérvela! Cualquiera diría que se trata de-de la antigua Pri-Primera Mi-Ministra de-de Israel, y, por si fuera poco, ¡co-como re-recién sa-salida de la mismísima tumba! ¡Casi nada!
—¡Tampoco, jefe, tampoco me diga eso! Sí es cierto que durante la entrevista noté a Doña Gloria algo incómoda por la presencia del fotógrafo… Pero, si somos objetivos, el pobre Caicedito es ante todo un fotógrafo…
—¡Por su-supuesto, Julia, que es un fo-fotógrafo! ¿O qué-qué o-otra cosa?
—¡Por lo mismo: él es fotógrafo, no cirujano plástico!
—Pero, ¿có-cómo se atreve, Ju-Julia, cómo se a-atreve a decir semejante dis-disparate? ¿Se en-enlo-lo-queció o qué?
—¡De veras, con todo respeto, Don Enrique, pero creo que esto no es para tanto!
—¿Que-que no es para ta-tanto? Por si no lo sabía, mi querida Julita, y no me con-contradiga, ¡es pa-para mucho, y se-sépalo de u-una vez por todas: para mucho no, para mu-muchísimo! ¡Noooo, señora, con la i-imagen de-de la gente no se juega!
—Bueno, jefe, entonces ya será en un futuro...
—¿Ah, sí? ¿Y es que usted to-todavía cree que el fu-futuro e-existe? ¿Usted sí-sí cree en su futuro? ¡Dí-dígame!
—Yo sí, jefecito. ¡Siempre!
—¿Ah, sí? ¿Y por ca-ca-casua-casualidad, a-a-ahora no estaba u-usted co-consultando el-el ho-horóscopo? ¡No, mijita, ya de-dejémonos de pe-pendejadas, hay que-que vivir el presente, ser realistas! ¡Ate-aterrice, viejita pendeja, aterrice!
—Por esa misma razón, Don Enrique…
—¡No, no, es que aquí no hay ra-razón su-suya que valga!
—¿Y entonces, jefe?
—En-entonces, Ju-Julia, ¡ya, pe-pero ya mismo, para desembarrarla, qui-quiero o-otro gran re-reportaje con ella! ¡Y no se di-diga más sobre es-este asunto! ¿Me-me es-escuchó?
—¡Me pone en ascuas, Don Enrique! Porque con Doña Gloria ya habíamos agotado el tema. Por cierto, y si la leyó, la entrevista con ella trata sobre su gestión en Colcultura, sus logros, sobre sus expectativas, sus proyectos... De veras, jefecito, ¡no quedó nada en el tintero!
—¡Qué-qué tin-tintero ni-ni qué o-ocho cuartos! ¡En-entiéndalo así, Ju-Julia, póngale siquiera un tris de i-imaginación y no sea tan-tan cabecidura, china, que me-me daña el co-corazón!
—Pero, jefecito, aquí no hay derecho…
—¡Cla-claro que sí hay derecho! Las co-cosas entran po-por los-los ojos! Mi-mirando esas fotos de hoy, co-como dice Pachito (Francisco Santos, su sobrino, exvicepresidente de la República), ¡es más bo-bonito un bus viejo por-por debajo!
—Por lo visto, jefe, entonces será preguntarle a Doña Gloria sobre gastronomía, sobre sus viajes por el mundo, sus lecturas, acerca de la ópera, los museos, sobre su ropero, sobre vinos... ¿Sobre qué?
—¡Genial, genial! ¡Eso, eso: de-de vinos! ¡Me-me suena hasta chirriado! Por ahí sí es la cosa. Y pa-para que lo sepa, ella es to-toda una... una... ¿cómo es que dice D’Artagnan? ¡Helena, llamáme al chino Robertico (Posada, el mismo D'Artagnan)!, ¿sí? Entiendo que-que ella es una… una...
—¿Una tâte-vin?, inquiere la reportera ya golpeada en su autoestima, la cual pretende blindar con recargada fonética propia de un miembro del Cordon Bleu.
—¿Y eso qué es, Julia? ¡No, tra-tradúzcame y déjese ya de pendejadas!
—Pues, catavinos en francés. ¡Desde luego, jefecito, una tâte-vin, que es el término original!
—¡No, de fra-franchute, ni idea, pe-pero algo así!
—¿Enóloga?
—¡No, no sé! ¡De pronto, de pronto...!
—¡Ya sé, jefecito! ¿Vinicultora?
—¡No, ala, por ahí sí no es la vaina!
—¿Vitícola?
—¿Se le rayó el disco, mijita? ¡O me está ma-mando ga-gallo! ¿Ah?
—Entonces, ¿vitivinicultora?
—¡Caray, qué preguntadera la suya tan jarta! Que le jale a la co-cosecha de la uva, ya es una exageración, Julia, ¡pe-pero, si es usted la que debe investigar cuál es la vaina ésa de Glo-Glorita co-con el vino!
—¿No será, más bien, que de vez en cuando a la señora le gusta tomarse sus anatoles?, sugiere Julia B. en un dejo de confianza y tratando de bajarle la temperatura al asunto.
—¡Pe-pero, por Dios, mucho más que eso, mu-mujer! Yo sólo sé que-que el-el vi-vino es una de sus gra-grandes pa-pasiones! Además, ¡decir-decírmelo a mí, que-que he tenido que-que li-li-lidiarla en los co-condumios y que la-la he visto la-ladeada y hasta andando en cua-cuatro patas!
—¡Ya, ya, Don Enrique, está bien, como mande: hablaremos de vino! Si seré testaruda, y me perdona, pero, pensándolo mejor, a estas alturas de la vida, ¿cómo voy a usar yo una foto de archivo, cuando se supone que si vamos a tratar sobre vinos, lo más pertinente sería que...?
—¡Pues, al dia-diablo con las su-suposiciones! Además, pa-para estudios fo-fotográficos no ha nacido todavía quien le mueva el... el... ¿có-cómo es que se llama ese bendito aparato?
—Pero, ¿qué aparato me habla, Don Enrique?
—¡Ese, ese tal a-aparato de varias patas do-donde po-ponen la… la.. !
—¿La cámara?
—Sí, sí, por supuesto, la-la cá-cámara… ¿O qué otra cosa? Es algo así co-como… como… el… el… ¿el atril? ¡O como se llame esa vaina!
—¡Ah, ya! Debe ser el trípode, Don Enrique…
—¡Eso, eso, sí, el trí-trípode! Ya decía que no ha nacido el tipo que le mueva el-el... el trí-trípode a este famoso fo-fotógrafo… ese retratista tan conocido, ¡carajo!, usted sabe... Her-Hernán... Por cierto, publicaba en la revista Cromos… ¿Hernán-qué-diablos? ¡Ala, el pisco ése que sólo retrata famosos!
—Por casualidad, ¿no será Hernán Díaz?
—¡Ese, ese mismo, ca-ca-caramba, sí, sí, cómo no, He-Hernán Díaz! ¡Po-por lo tanto, ni-ni lo sueñe, Ju-Julia, que-que no hay na-nada más de qué hablar! —¡Soy toda oídos, jefe…!
—Pre-precisamente po-po-por eso, mi estimada, qui-quiero que se vaya vo-volando al Archivo y bu-busque unas fotos bien simpáticas que le hizo este pisco Dí-Díaz a Gloria Zea.
—¡Como ordene, Don Enrique, entonces pondremos las fotos del maestro Díaz…!
—¡Sí, sí, ca-ca-carajo, pe-pero ahora no me lo vaya a confundir con este otro… este animal que tenemos aquí…
—¿Quién será?
—Ala, creo que también es de a-apellido Díaz.
—¿Díaz? ¡Ah!, ¿Miguel Díaz?
—¡Ese fulano! Sí, el tal Mi-Miguel Díaz, que es un pinche tomamonos, y que in-inclusive el domingo pasado se-se fue al Abierto de Golf del Country, ¡casi nada!, y el gran pen-pendejo ése no sólo regresó jincho, sino que, pa-para colmo, ¡se apareció con las manos vacías! ¡Cla-claro, se-seguramente ese día a-amaneció ju-jugando tejo con la-la ralea esa de los cho-choferes y con los otros fo-fotógrafos!
—¿De veras? ¿Así de desvergonzado?
—¡Si no hu-hubiera sido por El Siglo, que nos prestó un par de fotos…!
—¡No-se-lo-puedo-creer, Don Enrique!
—¡Como lo oye, y to-todo po-porque el imbécil olvidó in-instalarle el rollo a la-la cá-cámara! ¡Qué vaina con esta gente de Fo-Fotografía! ¿No le digo?
—¡Ay, jefecito lindo!, pero viéndolo bien, y si se trata de hacerle ese otro gran reportaje a Doña Gloria, ahora caigo en la cuenta de que anoche mismo ella viajaba a Cali, donde el Museo La Tertulia...
—¿Ah, sí? ¿Y en-entonces pa-para qué de-demonios está la be-bendita O-Oficina de Pe-personal, si no es pa-para arreglarle ya mismo el viaje a usted? ¿Ah? Es más, y pa-para que no haya la menor disculpa, de una vez pi-pida que le reserven dos... dos…
—¿Dos noches de hotel? ¿Y no son como mucho tiempo?
—¡Qué va, so-so… pe-pendeja! ¿Dos noches y en el Intercontinental? ¡Eso, ni en sueños! ¿En qué país cree que vive, chata? ¡No, señora! Me refiero a reservar dos... dos pá-páginas, inclusive sin un solo cen-centímetro de pu-publicidad. Me-mejor, e-eso lo arreglo ahorita mismo con Luis Fernando (Santos, el segundo de sus hijos, entonces Jefe de Producción). ¡Cie-cielos, la imagen de Glo-Glorita no puede que-quedar por el piso! Y, por supuesto, Ju-Julia, su-su regreso, sin fa-falta, ¡lo quiero pa-para esta mi-misma ta-tarde!
—¡Don Enrique, cero y van cuatro!, tercia al fondo de la Sala de Redacción, con cierto tufillo de sarcasmo y a ronca voz en cuello Helena Bautista —tan enorme y acuciosa como un zaguero central uruguayo— prevalida de su bien ganada aproximación hacia el editor de El Tiempo, y mientras bloquea el auricular: “¡Al teléfono: otra vez llama Doña Martha, la secretaria de Doña Gloria Zea!”.
—¿Sabe una cosa, Julia? Vi-viéndolo bien, ¡o-olvídese del calorcito de Ca-Cali! ¡Ni de vainas!
—¿Cómo así, Don Enrique?
— ¡Sí, sí, me-mejor há-hágase un viaje mu-mucho más co-cortico y más provechoso!
—¿Y eso? ¿Como hasta dónde?
—¡De veras, chata, más bien é-échese un viajecito ahí nomás hasta la-la O-Oficina de Pe-Personal y há-háblese con el pisco este… Ál-Álvaro Ayala!
—¿A Personal? ¿Y eso como para qué, jefe?
—No, no, si-simplemente pa-para que reclame un che-chequecito!
—¿Un chequecito, dice Don Enrique?
—¡Eso, eso, sí, una platica!
—¿De veras? ¡No me diga, Don Enrique, pero si ayer mismo pagaron la quincena!, replica anonadada Julia. “¿O se refiere al cheque de los viáticos?”.
—¡Fuera de vainas, es un che-cheque un po-poquitín más gra-grande, sí, pe-pero no es para armar tanto alboroto!, aclara Santos Castillo ante el gesto abrumado de maravilla de la reportera, y todo porque el precepto de extrema austeridad de Enrique Santos Castillo lo había hecho acreedor a una reputación superlativa del ahorro casi internacional.
—¿De veras? ¿Y eso, jefe? ¿Una bonificación del segundo semestre?, contrapregunta la reportera, ahora con los ojos de regocijo hechos un par de soles.
—¡Ta-tampoco, mija, no exagere!, replica el editor de El Tiempo, le propina dos palmaditas sobre la cabeza a su subalterna, y presuroso, casi a trompicones, emprende camino hasta el centro del recinto, donde lo aguarda Helena Bautista, quien permanece con el auricular sostenido en la mano derecha.
—¡Ay, qué cosas!, ¿no le digo?, dice radiante Julia, aún incrédula a lo que registran sus tímpanos. “¡Con tantas culebras como las que tengo, y ahora viene usted y me hace agua la boca, jefe! ¿Y entonces?”.
—¡Ca-caramba, Julia, y entonces no-no pre-pregunte tanto, que me-me vuelve lo-loco!, replica Santos sin inmutarse a voltear a mirar a su interlocutora.
—¡Me perdonará la confianza, jefecito, pero más loca me vuelvo yo por saber el motivo de semejante noticia!, porfía expectante la periodista, con un rictus todavía nervioso, pero ahora sesgado hacia el optimismo.
—¡Ay, con esta Julia!, ¿no le digo?, exclama Santos Castillo a lo lejos, meneando impaciente la cabeza, mientras cubre la bocina telefónica con una mano para evitar que la interlocutora en espera escuche las minucias finales de este episodio.
—¿Y entonces, qué, Don Enrique?, clama aún más expectante Julia B desde su módulo. “¡No sea malito, jefe, dígame el secreto!”.
—¿Aló? ¿Aló? ... ¿Ma-Marthica? Sí, sí, hablas con Enrique Santos, ¡ca-caramba, qué vergüenza ésta con-con Gloria…!
—¡Jefecito, mire que me muero de ansiedad por saber lo del cheque!, interrumpe porfiada la periodista desde el polo sur de la Sala de Redacción, y con una sonrisa cada vez más propia de un anuncio dentífrico.
—¡U-un se-segundo, Ma-Marthica, un segundo!, profiere el editor ante el acoso de su súbdita, y con vehemencia aparta momentáneamente el teléfono, “¡prontico, Helena, prontico, ha-haceme dos fa-favores!”.
—Dígame, Don Enrique…
—Por un lado, a-averiguáte qui-quién está de co-corresponsal en Cali…
—Ya le confirmo, atiende solícita y en tono medio confidencial su secretaria, “¿y por el otro?”.
—Y por el otro, He-Helenita, pues, que te acerqués hasta do-donde Julia y le di-digás de u-una vez por todas que el chequecito ése que le acabo de o-ofrecer no es para tan-tanta escandalera.
—¿Ahjá? De acuerdo.
—¡Qué lío! Deci-decile, si-simplemente, que es el mismo che-cheque que le-le co-corresponde, creo que por sus do-doce… ¿sí serán doce…?
—¿Doce qué, Don Enrique? ¿Doce mil pesos?, contrapregunta confundida Helena, casi al oído del editor.
—¿Do-doce mil pe-pesos? ¡Ni por chi-chiste, Helena Bautista, ni por chiste vo-volvás a decir esa desfachatez porque se nos alborota el pinche sindicato! ¡Semejante suma no se la merecen ni siquiera todos los Santicos Calderón juntos (la generación de sobrinos e hijos) con todos sus estudios y sus títulos en el exterior!
—¿Y entonces?
—¡Y en-entonces, aquí se so-sobre-sobreentiende que ese be-bendito cheque es única y exclusivamente po-por los do-doce a-años que-que… agua…agua…!
—¿Agua, Don Enrique? ¿Agua? ¿Sí? ¿Le traigo un vasit…?
—¡No, caray, no me traigás nada!
—¡En serio, Don Enrique, es que lo veo muy agitado!, exclama su secretaria. “O, más bien, ¿prefiere una agüita aromática? ¡Maruja (la veteranísima empleada que reparte el café y otras bebidas calientes a lo largo y ancho del periódico)! ¡Marujaaaaa, rápido!”.
—¡Ca-caramba, Helena, que no es para tanto! Sólo es-estaba di-diciendo que son do-doce años en que a-agua… aguantamos a la Ju-Julia ésta en El Tiempo!
—Entiendo, Don Enrique, ratifica en un susurro su asistente.
—¡Así que, ni un centavo más de la cu-cuenta! ¡Olvídese, mija! Y co-co-comuníqueme ya mismo con la-la Jefatura de Personal…
—Le estoy marcando, Don Enrique, acata Helena…
—Incluso, y en gra-gracia de haber tolerado ta-tantos años aquí a la Julia, ¡debería ser al contrario, pues hasta sale a debernos esta mujer! Vea nomás, así por encimita: Su buen escritorio, su bue-buena silla, su buena máquina de escribir y su buen te-teléfono, no marca tarjeta de entrada, su-subsidio de tra-transporte, sus veintitantos vales de co-comida al mes, ca-carro del periódico para ir a semejantes entrevistas, fo-fotógrafo a bordo, vi-viáticos, dominicales, ho-horas extras, pri-primas semestrales, club y fondo de empleados, ti-tintico y aromática al escritorio, y eso sin co-contar con via-viajes, co-conocer gente importante, aparecer to-todos los días firmando en El Tiempo…¡Casi nada, carajo! ¡Nooo, caramba, eso es un montón de pri-privilegios, no freguemos con tantos honores juntos! ¡Sí, al carajo la Julita! ¿Su-suficiente ilustración?
—Usted dice, Don Enrique…
—¡Y co-como por entre un tu-tubo, Helena, averiguáte lo de Cali! ¡Ah!, ¿Y qué pasó con-con Car-Carlos Caicedo?
—No contestan en Cali, jefe. Es que apenas faltan veinte para las nueve de la mañana… Y sobre Caicedo, me dicen en la casa que ya salió para acá.
—¡Claro, claro, lo que faltaba en Cali! El co-corresponsal se-se la debió amarrar anoche en el pa-parrandón del-del equipo ése, el tal Mi-Millonarios… ¿No le digo?
—El América, Don Enrique, corrige de manera cuidadosa Helena, sobre cuyo escritorio reposa la edición del periódico con la noticia a gran escala sobre primera proclamación del equipo rojo como campeón del fútbol colombiano.
—¡El que haya sido, Helena, eso no-no cuenta! Lo cierto es que ese pe-pendejo corresponsal no va más! ¡Buscáte ya mismo uno que madrugue! ¡Pe-pero, andando, Helena! ¡Acción, acción!... Y cuando llegue Caicedo, decíle que lo necesito con urgencia.
—¿Algo más, Don Enrique?
—¡Sí, buscáte a D’Artagnan!... ¿Aló? ¿Aló? ¿Sí? ¡Ahora sí, Marthica, por fin!... Sí, sí, hablas con Enrique Santos… ¡Se me cae la ca-cara de la vergüenza! ¡No-no hay derecho, qué-qué injusticia tan grande con Glorita! ¡Así, po-porque sí! ¿Ah? ¿Te-te parece?... Sí, sí... Claro... Sí... Dile a Glorita que tra... que tranquila... Sí, sí... Aquí le ha-hacemos o-otro gran re-reportaje. Que e-ella escoja el tema... ¡Ah, claro, y va en pri-primera pá-pagina...! Sí, sí... Y además, dile que-que desde este mismo instante, la-la Julia esa no va más en este pe-periódico. ¡Que se dedique a vender cho-chorizos...! Sí, sí... Eso, eso... ¿Quie-quieres que-que ma-mande por las fo-fotos de He-Hernán Díaz...? Sí, sí... De-de acuerdo... ¡Mensajeroooooo...! He-Helena, llamate a un pisco de esos... ¡Pe-pero vo-voolaandooo...! ¡Tan rápido como la Julia ésa para la calle...!