Algo similar ocurre con determinada clase de individuos en sociedad, y sobre todo con aquellos que alcanzan cierta preeminencia pública. Objetivo de los reflectores y de las cámaras, muchos de ellos reciben —y a veces los merecen— los mejores elogios por su desempeño empresarial. Ya sobre la alfombra roja o en la vida social, ciertas de estas celebridades suelen vender su imagen con alguna sonrisa de ocasión, y con ello ganan adeptos a la distancia. Ahora, se dan también los casos de miembros de la élite lo suficientemente cafres como para ni siquiera dignarse a responder el saludo del admirador espontáneo o de su propia servidumbre, referente con el cual muchos identifican al hombre de la foto.
Se trata de Luis Fernando Santos Calderón, flamante ejecutivo e ícono de la Casa Editorial El Tiempo, a la que perteneció con lujo de servicio empresarial durante 40 años en diversos cargos estratégicos, y quien puede ser uno de esos protagonistas de la vida social y corporativa del país que, gracias al éxito, pero sobre todo al poder político y económico detentado, sólo recibe encomios y tiene aúlicos por doquier, lo cual no deja de ser una apuesta a la ruleta, toda vez que un designio suyo puede —para bien o para mal— marcar un destino.
Talvez no haya dependencia a la que ingresara o trayecto que recorriera dentro de las instalaciones del diario donde no se lo recuerde por algo distinto a su soberbia, descortesía ramplona y despotismo congénito. Salvo para hacerles algún requerimiento a sus empleados, el hombre es recordado en el ámbito de sus relaciones con el común del personal porque pasaba por entre sus súbditos como si fueran entes abstractos, cuando no cosas despreciables.
Y es así como desde la óptica y la experiencia de muchos de quienes fueron sus colaboradores, la figura de Santos resulta bastante ingrata. Muchos de ellos no lo evocan propiamente por su buena onda como persona, pues su naturaleza arrogante, su falta de modales y su prepotencia parecen ser parte de su impronta como empresario y de sus códigos como individuo. Parece evidente que su visión sobre el prójimo distinto al de su estirpe es más o menos la misma que pueda tener sobre las cucarachas.
"Si ese man pudiera pisarlo a uno", comentaba un mensajero, "lo haría gustoso. Pero no lo hace por obvias razones, y es que la caca no se pisa. Por lo general, el tipo no saluda a nadie. Simplemente, pasa como una mula".
Se dice que en otros tiempos, en sus años mozos, hacia los '80, y para efectos del campeonato interno de fútbol de la empresa, decidió, con buen olfato político, integrar el equipo de una de las secciones sindicalmente más sensibles y más importantes del diario: el departamento de rotativa. ¿Se imaginan un paro en esa dependencia?
A propósito de aquel torneo, cuenta la leyenda que era tanta la animadversión que Santos despertaba entre muchos de sus súbditos, que alguno de ellos, prevalido del cierto fuero que se tiene dentro del campo deportivo con relación al ámbito laboral, aprovechó la coyuntura para mandarle "tremendo viajado" —es decir, una patada de padre y señor— que le costó al jefe una delicada lesión de rodilla, suficiente para conminarlo a las muletas durante varias temporadas, y al parecer a riesgo de quedar caminando como chencho de por vida. Algunas fuentes refieren que el alcance de la coz de su empleado llegó hasta los Estados Unidos, donde el alto ejecutivo fue tratado. Como quien dice, una lección de la arrogancia con la malparidez, digna de no olvidar nunca.
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