En los cocteles, el hombre es uno de los más asediados. Su fino y a veces mordaz humor cachaco le hacen el contertulio ideal entre los suyos. Conservador en el sentido partidista, Casas es además individuo de las más rancias e inmodificables tradiciones sociales.
Su proverbial y manifiesto apego al pasado, como que su vehículo es un modelo que reclama el museo de la industria automotriz, lo identifican con la generación del Bogotá señorial y amable de tiempos ya marchitos, pero también con regímenes tan oscuros, oprobiosos y sanguinarios como el de Laureano Gómez (1950-1951), tristemente recordado como El Hombre Tempestad, El Monstruo y El Basilisco, por su ferocidad visceral.
Declamador de acartonada poesía al punto de producir el sonrojo o la hilaridad del prójimo, en verdad una cosa es el Alberto Casas consentido por el auditorio femenino, a la distancia y a través de la W Radio, y otra muy antagónica es la imagen del patán, del sujeto que no saluda a quienes espontáneamente se le acercan después de misa cerca de Unicentro o cuando visita una galería.
Se trata, pues, del arquetipo perfecto del individuo que sonríe y echa chistes entre los de su círculo social, y que, en la práctica, en el cara a cara con el ciudadano de a pie, es un anciano pedante y paradójico, reconocido transgresor de aquella que pareciera constituir una de sus banderas y de sus fortalezas emblemáticas: ¡la urbanidad!
Aunque suene a verdad de Perogrullo, la gente no es en esencia lo que predica, sino lo que practica. Así lo comentaba hace poco una joven señora que osó acercarse para saludarlo al cabo de un acto social, ante lo cual el ilustre doctor Casas no sólo tuvo la descortesía de ignorarla, sino que por poco la reduce al suelo para que se apartara del camino.
"Uno cree que son habladurías de alguna gente que no lo quiere", afirmó la señora, "pero había que comprobarlo. Si el tipo va manejando, ¡me echa el carro! Y así, por experiencia, hoy puedo decir a los cuatro vientos que el célebre y muy ponderado doctor Casas es mucho más que un viejo engreido. Dicho en toda la extensión de la palabra, se trata, simplemente, de... ¡un reverendo hijueputa!".
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